Domingo de 25 de Septiembre de 2011
El «progresismo» hace el trabajo sucio que necesita el imperio
Raúl Zibechi
Fuente: La Jornada
Esta semana el Senado de Haití se pronunció unanimemente en favor de la retirada de todas las tropas de ocupación de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah) a partir del 15 de octubre de 2012. Una segunda resolución reclama una reparación para las 6.200 víctimas de cólera que provocó la misión y para las centenares que han sufrido agresiones sexuales.
Esta resolución, que no es de cumplimiento obligatorio para el Poder Ejecutivo, se produce en plena crisis política y social, con manifestaciones diarias contra la presencia de la Minustah. La difusión en youtube.com de imágenes en las que aparecen soldados uruguayos violando a un joven haitiano desencandenó una ola de protestas encabezada por los estudiantes que manifiestan el repudio de la sociedad a las tropas de ocupación.
Los responsables de la misión, en particular el gobierno de Brasil, han optado por una retirada «gradual» de la isla, que implica el reconocimiento tácito de su completo fracaso. La Minustah está conformada por más de 12 mil soldados y policías, que en 40 por ciento provienen de nueve países latinoamericanos, la mayor parte de gobiernos que se autodefinen como progresistas. Los dos mayores contingentes, con más de mil uniformados cada uno, pertenecen a Brasil, que dirige la misión, y Uruguay.
Aunque el presidente uruguayo José Mujica se disculpó ante el Estado haitiano, aseguró que lo sucedido es un hecho «aislado». Sin embargo, la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos emitió un informe el 4 de septiembre en el que detalla decenas de abusos de los cascos azules contra la población desde que llegaron a la isla el primero de junio de 2004, luego de la invasión franco-estadunidense que derrocó al presidente legítimo Jean Bertrand Aristide.
Como sucede en estos casos, los cinco soldados uruguayos fueron juzgados en su país y no en Haití, ya que los cascos azules están por encima de la legislación haitiana. Los casos restantes que incluyen violaciones, muertes y agresiones, incluso a policías haitianos, permanecen en la impunidad.
Un reciente artículo de dos sociólogos y militantes haitianos, Michaëlle Desrosiers y Franck Seguy, señala que la misión de la ONU «utiliza la violación como arma de guerra» y que «humilla, explota y somete a los más pacíficos, a los que sólo entran en contacto con ella para garantizar su supervivencia, o simplemente porque son pobres».
El trabajo destaca las diferencias entre la ocupación de Haití por Estados Unidos, entre 1915 y 1934, y la actual encabezada por tropas de los gobiernos progresistas. En aquella ocasión la represión cayó indistintamente sobre negros y mulatos, ricos y pobres, lo que llevó a la formación de un amplio frente social interclasista contra la ocupación. Ahora las cosas son más sutiles y, de acuerdo con los nuevos tiempos globales, los invasores reprimen «casi exclusivamente a los más empobrecidos, para asegurarse la legitimidad ante la burguesía haitiana y de la pequeña burguesía, entre quienes reclutan la parte fundamental de su personal civil local».
La reflexión de los dos haitianos lleva luz sobre un aspecto cuidadosamente ocultado por quienes dirigen la Minustah: la misión se inscribe en la guerra contra los pobres que, bajo diversas denominaciones –la más conocida es «guerra contra el terror»–, está militarizando los más distantes rincones del mundo. Los militares brasileños dicen ahora en voz alta que usan en las favelas de Río de Janeiro las mismas tácticas que ensayan en barrios misérrimos, como Cité Soleil, definidos como «zonas de no derechos».
Por eso es urgente la salida de la Minustah de Haití. Porque cada día que pasa los cascos azules dan un paso más en su opresión racista y machista contra las capas populares y reprimen con brutalidad toda movilización popular, como sucedió frente al cuartel de Port Salut, donde se refugiaron los violadores uruguayos.
Hasta ahora Brasil justificó la misión porque deseaba ganar legitimidad internacional a su reclamo de obtener un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, en tanto Uruguay esgrimía razones mucho más pedestres, como el hecho de que recibe fondos que equivalen a cuatro veces la paga de los soldados. Ninguno de los dos gobiernos pensó un segundo en el pueblo haitiano ni en el hecho vergonzoso de estar haciendo el trabajo sucio de las potencias occidentales.
Existe en América Latina otra actitud hacia el drama de Haití. Los gobiernos de Cuba y Venezuela no enviaron soldados sino médicos, ingenieros y profesores para intentar abordar las verdaderas urgencias de la población. La actitud más notable, que merece ser saludada con fervor, es la del Movimiento Sin Tierra (MST) de Brasil, que en 2008 envió la brigada Dessalines (en homenaje al héroe de la revolución haitiana), con cuatro miembros iniciales que se multiplicaron hasta 30 luego del terremoto de enero de 2010.
La brigada apoya la formación de campesinos de diversas organizaciones, ya que definieron trabajar en las zonas rurales, las más postergadas, donde vive 60 por ciento de los haitianos, donde impulsan la instalación de cisternas y la producción y almacenamiento de semillas. Las ONG y la cooperación internacional, por el contrario, se concentran en Puerto Príncipe, donde reciben amplia cobertura mediática.
Este mes concluye la pasantía de 76 jóvenes haitianos de ocho organizaciones campesinas que estuvieron un año en Brasil, en la Escuela Florestán Fernández del MST y en campamentos del movimiento (ALAI, 18 de septiembre). El MST enseña que existen alternativas al militarismo y marca un camino que consiste en trabajar para fortalecer sujetos colectivos que en algún momento jugarán un papel en los cambios.
La solidaridad entre los de abajo, ese hermanamiento que tanto necesitamos para sobrevivir, es el arma que más temen los de arriba. Tanto las guerras como las políticas sociales están dirigidas a romper este tejido colectivo de autoprotección, porque es también el cemento del mundo nuevo.
Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2011/09/23/opinion/023a1pol