Miércoles 31 de Octubre de 2012
GRAIN, editorial de la revista «Biodiversidad, sustento y culturas» 74
La foto nos muestra un mural con un niño comiendo una mazorca de maíz. Es una pared apropiada por la gente, que en alguna comunidad decidió expresar la importancia de comer maíz, de cultivarlo. En verdad, aunque no lo muestre el mural, esa mazorca en labios de un niño nos habla de la resistencia que crece en defensa de nuestra subsistencia más fundamental, ésa que en principio resuelven las propias familias, las propias comunidades. Los pueblos organizados. Soberanía alimentaria que le dicen, y reivindican más y más regiones. Qué más claridad para hablar de la urgencia que muros pintados con el sagrado maíz de tantos pueblos.
Hasta la misma FAO, tan ajena a como miran los pueblos hoy en día, no puede negar que un buen porcentaje de los alimentos, a nivel mundial, los produce la gente para sí misma y su región y alimenta a una buena porción de la humanidad. Y claro, no sólo es el cultivo, es también la recolección, el pastoreo, la caza y pesca, los animales de traspatio y sus lácteos, huevo y carne. Pero las semillas tienen un lugar fundamental en ese universo de cuidado certero, lúcido, obsesivo que es trabajar el campo por cuidar el mundo, y cuidarlo para subsistir con dignidad, imaginación y sentido de pertenencia.
Decir semillas es decir saberes colectivos. Esos llamados saberes locales que como hemos repetido, no son cosas, son tejidos misteriosos de relaciones que se remontan en muchas direcciones hacia la historia propia y común de comunidades, pueblos, regiones, naciones, que comparten un pasado común y búsquedas semejantes en el presente.
Reconocer que el saber se construye en colectivo es fundamental para entender cómo cuidar de las semillas. La pregunta es cómo ser respetuosos con lo que es herencia de millones de familias que vinieron antes de nosotros. Y que, como nosotros, tuvieron siempre en su vida la encomienda, el encargo, por el futuro.
Hoy, los gobiernos, las agencias multilaterales y las corporaciones a las que sirven, están empeñados en constreñir el flujo infinito de saberes comprometidos en la transformación y reforzamiento de las variedades inmemoriales de los cultivos mediante leyes de certificación, de propiedad intelectual, patentes o derechos de obtentor, de propiedad industrial o cualquier otro artilugio para someter la imparable transformación de las semillas.
Hoy entonces debemos entender que cuando los saberes [y las semillas] se patentan, lo que se busca es ejercer un control corporativo y gubernamental sobre algo que sólo los pueblos y comunidades deberían decidir; es impedir tajantemente que los pueblos puedan seguir su camino infinito de creación. Debemos entender que eso es la muerte, la erosión, la destrucción de la creatividad social que durante milenios propició la biodiversidad, y la muerte misma de la biodiversidad, con todo el enorme impacto que eso tendrá sobre la subsistencia, la seguridad y la soberanía alimentarias.
Tal destrucción de bienes y ámbitos comunes avanza imparable al proliferar los intentos en Chile, Colombia, Ecuador, Costa Rica, Paraguay, Argentina, Uruguay, Guatemala y México, sin contar los intentos de la Revolución Verde en África.
Nos debe quedar claro que toda certificación es un paso obligado para la privatización, y para el control policiaco que ésta entraña.
Tal vez por eso existe ahora un arcoiris impresionante de iniciativas que buscan defender las semillas de libertad, el libre intercambio de semillas, la libertad irrestricta para custodiar, guardar, intercambiar y trasegar semillas y material vegetal de reproducción.
Y son iniciativas importantes que debemos valorar como una resistencia contra tales controles impuestos.
No obstante, debemos insistir entre nosotros, entre las organizaciones y comunidades que vamos reconociéndonos en la confianza, que lo crucial de las semillas es que son indisolubles de sus saberes. Y el saber se construye en colectivo, como ya decíamos. Si el saber y las semillas se potencian en colectivo, hay la premisa inescapable de poner en el centro de la libertad de las semillas, ése su ser tejido de relaciones. Su entramado de saberes asociados, que es inseparable de quienes durante milenios las cuidaron y siguen cuidándolas y cuya sabiduría no procede de unos cuantos meses o años sino de milenios de cuidado: los pueblos indios, los pueblos campesinos.
Si esto es así, terminamos reivindicando que las semillas no son cosas y su intercambio no puede ser locuaz, irresponsable, descuidado, sin miramientos. Debe tener sus cuándos y sus cómos. Debe obedecer a los canales de confianza que durante milenios han sido la mejor custodia conocida para mantenerlas vivas y fuertes.
Lo libre del intercambio siempre está inmerso en un nicho, obedece a una serie de cuidados —podría decirse que a normas no escritas—, a un entorno, a un ambiente de responsabilidad, de confianza, a un territorio: no puede ser nada más así ni en cualquier espacio o momento.
Aunque suena bien, hacerlas del dominio público no es suficiente, porque declararlas libres no les confiere de inmediato el cuidado que sí pueden garantizar las relaciones donde están inmersas las semillas (y sus saberes asociados). Porque el cultivador individual no es nada ante la comunidad con quien construye y remodela los saberes; una comunidad que obedece a la sabiduría acumulada de los pueblos ancestrales que en crianza mutua siguen conservando vivas las variedades existentes.
Apelar tan sólo a las técnicas agroecológicas contemporáneas descuida todo el saber acumulado que tenemos que valorar estableciendo un diálogo de saberes entre lo ancestral y su cotejo o contradicción contemporánea. Los campesinos indígenas actuales son los herederos directos de los miles de años de trabajo compartido, de construcción de saberes muy minuciosos que siguen funcionando. La demostración es que los cultivos están fuertes, son sumamente diversos y las corporaciones y agencias de investigación las ambicionan como locos.
Las semillas, sus saberes, son bienes comunes invaluables. Son patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad. Sin la construcción histórica comunitaria de los pueblos indios y campesinos, sin esa sabiduría de tantos siglos, las semillas como las conocemos no existirían. No será posible defenderlas sólo con los conocimientos y las técnicas actuales. Siendo un reflejo directo de los pueblos con quienes conviven, es indispensable protegerlas fortaleciendo los territorios, la autonomía, la vida libre y abierta, con justicia y dignidad que reivindican los pueblos que en crianza mutua pugnan por la libertad de sus semillas.
Este fortalecimiento de territorios y autonomía, de la resistencia para defenderlos, tampoco es una obra individual; su saber y su manera es también algo construido en colectivo a partir de las visiones comunes de los pueblos, de las comunidades.
Biodiversidad, sustento y culturas, está entre otras cosas, para defender esta libertad, y sus cuidados milenarios, que siguen vivos.