Organización Mundial de Comercio de Carbono

Silvia Ribeiro*

Este diciembre, Cancún fue el escenario de un costoso evento para beneficiar a las trasnacionales y gobiernos más contaminantes. Por los resultados y la dinámica antidemocrática, se podría pensar que fue una reunión de la Organización Mundial de Comercio (OMC), como la de 2003, donde el campesino coreano Lee Kyoung-Hae se inmoló para mostrar la injusticia que significan estos tratados. Pero fue una reunión del Convenio de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, de facto convertido en una nueva Organización Mundial de Comercio de Carbono. Los muertos los sigue poniendo el Sur global.

Los países más contaminantes y sus grandes industrias –los que más han emitido gases de efecto invernadero y lucran enormemente con ellos, devastando el planeta de todos– consiguieron lo que se proponían y más: rompieron cualquier compromiso vinculante de reducir emisiones; no establecieron ninguna meta de reducciones; crearon un fondo climático que será administrado por el Banco Mundial; legalizaron nuevos mecanismos de mercado, incluidas las peores versiones de REDD (eufemísticamente llamado Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de Bosques) que abre a una ola planetaria de privatización de bosques y expulsión de comunidades, además de ser un gran aliento a la especulación financiera. También lograron un comité de tecnología a su gusto, que eliminó las referencias a las barreras que constituyen las patentes para el Sur y da amplia participación a las trasnacionales y la industria para imponer sus tecnologías. Los derechos indígenas y campesinos, la participación de sociedad civil no comercial, son mencionados decorativamente, sin efecto real.

Si esto fue una negociación ¿qué recibió el Sur global por tanta concesión? La respuesta es sorprendente: nada. Sólo promesas vacías, sin valor jurídico, sobre «movilizar» fondos, «reconocer la necesidad» de reducir emisiones, «abrir» procesos, «evaluar» en futuros igualmente inciertos. Mientras los países históricamente más contaminantes no hacen ningún compromiso de reducción, ahora los países del Sur tienen que informar sobre sus reducciones. Eso no está mal, pero la injusticia es evidente.

O sea, lo que se plasmó en Cancún fue la voluntad irrestricta de Estados Unidos y la aplicación del espurio entendimiento de Copenhague, con esteroides: todo lo que querían los causantes de la crisis climática y nada para las víctimas.

Para entender mejor lo que pasó, hay que leer las comunicaciones oficiales al revés: donde dice «consenso», léase «desacuerdo», donde dice «multilateralismo», léase «negociaciones secretas entre algunos», donde dice «reconocemos la necesidad de reducir las emisiones», léase «los países del Norte no volveremos a firmar compromisos vinculantes de reducción», donde dice «proteger los bosques» léase «privatizarlos», donde dice «recuperamos la confianza», léase «recuperamos los créditos que pagará el público y aumentamos las indulgencias de carbono», donde dice «transferencia de tecnología», léase «jamás evitarán el pago de patentes en la tecnología que venderemos al Sur, basada en sus recursos y subsidiada por ellos mismos», donde dice «progreso» leáse «avance de mecanismos de mercado e inyección de optimismo al mercado financiero especulativo».

La lista es larga y falta que donde dice «democracia y participación», debe leerse «censura y represión», de lo cual varias redes de organizaciones por la justicia ambiental e indígenas presentes en Cancún pueden dar testimonio.

La presidencia de México en el Convenio se encargó de gestionar este resultado, con una dinámica igual a la de la OMC: llamando a grupos de delegados por separado, elegidos por la propia presidencia, a negociaciones ocultas, fragmentarias y nunca en pleno, manipulando debilidades y deseos, confrontando selectivamente a países o regiones entre sí, prometiendo quién sabe qué recursos. Finalmente presentó, tardíamente para no dar tiempo a consideración real en plenario –donde todos podrían ver todo–, un documento «final» no solicitado por los órganos del convenio y como reclamó Bolivia, con la opción «tómelo o tómelo».

No se convocó al pleno para decidir sobre esta «propuesta», sino a una «reunión informal con la presidenta» donde se puso a la mesa como paquete completo y cerrado. La presidencia mexicana destacó por hechos insólitos en Naciones Unidas: en lugar de aplacar la porra de aplaudidores que curiosamente tuvo acceso masivo a las reuniones finales –aunque todas las otras sesiones fueron fuertemente limitadas a los observadores–, la presidenta se sumó a los aplausos y expresiones de disgusto con posiciones discrepantes –solamente planteadas por Bolivia– algo totalmente fuera de lugar para la presidencia de una reunión multilateral. En la misma tónica, decidió unilateralmente que la objeción argumentada por Bolivia no necesitaba ser tomada en cuenta, arguyendo arbitrariamente que no era necesario el consenso para decidir, lo cual es una violación flagrante de las reglas del Convenio. Sería como afirmar, digamos, que se puede tener la presidencia sin ganar las elecciones.

Apelar a que no se necesita consenso, es paradójico en el caso de México, que estando solo en sus posiciones en el Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad, también de ONU, ha usado repetidamente el recurso de decidir por «consenso», para impedir por ejemplo, acordar normas para etiquetar claramente los transgénicos. Allí igual que ahora, fue para defender los intereses de las trasnacionales y de Estados Unidos. Bolivia en cambio, defendió en Cancún con dignidad y valentía los intereses de los pueblos, expresados por más de 35 mil participantes en la Cumbre de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra realizada en Cochabamba. Los movimientos y organizaciones sociales lo saben y rendirse no está en la agenda.

*Investigadora del Grupo ETC

 

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