Mentir para matar de hambre

Miércoles 20 de Septiembre de 2012

Gustavo Duch*

Hasta ahora tres son los «cuarteles de la mentira» desde donde se dirige la globalización [o la tiranía de cómo hacer de los bienes y recursos colectivos del planeta una maletín de beneficios privados para unos muy pocos]. A saber. El Fondo Monetario Internacional, que nació para impulsar la cooperación económica y evitar otra gran depresión como la de los años 30 y que, dictando políticas para despolitizar, ha hecho de las depresiones hoyos profundos. Y en cada hoyo hay una sepultura. En segundo lugar, el Banco Mundial, que dice en su eslogan trabajamos por un mundo sin pobreza, y tan mal trabaja, condicionando prestamos sí o prestamos no, que la pobreza se extiende por el mundo entero. Y, por último, la Organización Mundial de Comercio que, para hacer un comercio más abierto –dice su página web–, prohíbe proteger al pequeño y prohíbe no defender al grande.



Bien, pues desde el pasado 6 de septiembre, añadamos a la FAO, Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Como su función es luchar por un mundo sin hambre, ha declarado querer hacer de la agricultura una arma de hambrear. No puede ser otra la conclusión después de leer el artículo que su director general, José Graziano da Silva, y Suma Chakrabarti, presidente del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, publicaron en el Wall Street Journal. Una ristra de mentiras que alaba y promueve las inversiones para el acaparamiento de tierras campesinas a favor de los agronegocios de exportación y especulación.

La mentira que defienden para llegar a tan amarga conclusión es tan sobradamente conocida que sorprende la falta de ingenio: el hambre es resultado de la escasez de alimentos, por lo que se requiere aumentar la productividad, y eso sólo sabe hacerlo la industria agrícola, eficiente y dinámica, no la pequeña agricultura, lastre del desarrollo. Lo contrario de decir verdades es decir mentiras.

Si por algo se caracteriza el sistema agroalimentario industrial es por su ineficacia a la hora de producir alimentos y combatir el hambre: en la agricultura y ganadería industrial se acaba despilfarrando la mitad de lo que se produce; en la pesca industrial se descarta casi 40 por ciento de lo que se pesca y –si hablamos de comer– ¿de qué nos sirve un modelo que destina las mayores plantaciones del planeta para materias primas que no consume directamente el ser humano?: granos para combustibles y piensos, árboles para celulosa, soya para cualquier cosa, etcétera. Finalmente, cuando la industria alimentaria de los monocultivos produce alimentos para las personas, éstos siguen siempre la misma ruta: de las áreas de pobreza y hambre a las áreas de dinero y abundancia.

Por el contrario, y utilizando ejemplos de los mismos países a los que el artículo se refiere, en Rusia, Ucrania y Kazajstán «la productividad es muchísimo más alta en las tierras en manos campesinas que en aquellas en manos del agronegocio», como explica el documento comparativo elaborado por La Vía Campesina, Grain, Etc Group, entre otros. “Las y los pequeños agricultores de Rusia –continúa el documento– producen más de la mitad del producto agrícola con sólo un cuarto del área agrícola; en Ucrania son la fuente de 55 por ciento de la producción con sólo 16 por ciento de la tierra, mientras en Kazajstán entregan 73 por ciento con apenas la mitad de la superficie”.

Es fácil de entender: una finca agroindustrial se diseña para un monocultivo que crece a base de fertilizantes, maquinaria, pesticidas… dando por resultado un buen número de «unidades alimentarias» por hectárea pero castigando tanto el suelo que progresivamente sus cosechas van disminuyendo. La agricultura campesina, en la misma superficie, produce variados cultivos que hacen una cesta final mayor, cuidando –como premisa fundamental– el suelo, que cuando sólo se mantienen o mejoran sus rendimientos.

No es la capacidad productiva campesina la razón de la crisis alimentaria, sino las dificultades con las que la población campesina debe convivir para ponerla en práctica: las mejores tierras (lo hemos visto) en manos ajenas; normativas que favorecen los negocios de importación y exportación, arrinconando a las pequeñas agriculturas nacionales; la industria alimentaria subvencionada, junto con las desregulaciones, hace que se paguen los alimentos a las y los productores por debajo de sus costos, mientras que el precio final en el mercado lo marca la especulación en las bolsas de Chicago o Nueva York; la expansión de los monocultivos expulsa a millones de personas campesinas de sus tierras o se hace con sus aguas de riego, y hay muchas más razones. Si el hambre campesina –no hay duda– nace de la voracidad de la industria agraria, es inaceptable que la FAO, organismo de Naciones Unidas, olvide a los seres humanos y sus derechos para ponerse al servicio de los agronegocios de especuladores financieros, bancos o multinacionales y de sus cajas de caudales.

Si verdaderamente la FAO quiere combatir el hambre debe mejorar su análisis. La población campesina (más de la mitad de la población mundial), aun desposeída de los recursos productivos, es capaz de producir 70 por ciento de los alimentos del planeta, pero son ellas y ellos también el colectivo con mayor porcentaje de pobreza y carestías. No piensen en producir más alimentos; piensen en cómo reproducir medios de vida para la población productora de alimentos, las y los campesinos: seres humanos con los pies en la tierra.

* Autor de Sin lavarse las manos. Coordinador de la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas

 

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